Retrato de una Flor [RELATO BREVE]

    El cansancio que mi cuerpo cargaba desapareció en el instante en el que giré por aquella esquina.

    Innumerables flores ornamentaban la calle, mas había un escaparate en concreto que destacaba sobre el resto, tapado bajo capas y capas de terciopelos. Me acerqué para observarlos más de cerca, para ver cómo el amarillo decaía en un negro cada vez más profundo cuanto más se acercaba al centro. Tomé un pétalo con cuidado y lo acaricié con los dedos.

    Su delicadeza me conmovió.

    Dejé que el aire se lo llevara. Sujeté mi sombrero para que no sufriera un destino similar y alcé la mirada: "Retratos a precio barato". Las letras estaban grabadas con torpeza en un tablón de madera. Cualquiera habría tachado aquello de un vago intento de cartel, pero la cercanía y profunda honestidad que transmitía era innegable.

    Además conjunta bastante bien con las flores, supongo.

    Me asomé a través del polvoriento cristal de la puerta, esquivando la placa de "abierto" que colgaba a duras penas de un hilo. Pude ver la sala de espera y sus paredes decoradas con infinidad de cuadros; había retratos, paisajes, bodegones... Al igual que las flores en el exterior, la decoración lo cubría todo. Miré más allá para encontrarme con unos escalones que daban a un recogido cuarto al fondo de la tienda. Allí, el pintor hacía su oficio acompañado por un cliente.

    Parece que no hay casi nadie todavía. He hecho bien en venir pronto.

    Abrí la puerta y un tintineo me dio la bienvenida a la estancia. Lo primero que noté fue la dulce fragancia que abundaba allí. Recordaba al lejano hogar, no con nostalgia sino con ilusión. Aquel olor me guio hacia uno de los bancos de la sala de espera, en el cual pude por fin reposar mi cuerpo. Me asomé discretamente para asegurarme de que el pintor se había percatado de mi presencia y, cuando me vio, respondió con una sonrisa amable escondida entre sus arrugas. Le sonreí de vuelta y volví a mi asiento.

    Me quité el sombrero y jugueteé un poco con él. Lo movía por mis manos al ritmo del tic tac de los relojes de las paredes, relojes que no alcancé a ver desde fuera de la tienda. Mi visión fallaba lo justo para no ser capaz de distinguir las manecillas. Maldije y decidí que no valía la pena levantarse otra vez solo para comprobar la hora.

    No sé cuánto tiempo pasé allí, pero lo suficiente para que mi impaciencia venciera el pesar de mis piernas. Empecé a pasearme por la sala, contemplando con gusto los infinitos cuadros de las paredes, incluso los del techo. El sentido de la profundidad en ellos era exquisito, como llamándote a adentrarte en sus mundos.

    Este hombre es un verdadero maestro.

    Supongo que ha valido la pena venir aquí después de todo...

    Fue entonces cuando recordé que podía observar de cerca también los relojes, pero decidí no hacerlo.

    Unos pasos a mi izquierda llamaron mi atención. El anterior cliente ya se disponía a salir. Iba envuelto en una larga gabardina, acompañada de un oscuro sombrero con un agerato en uno de los lados. Con mi sombrero todavía en mis manos, me incliné hacia él en forma de cordial saludo, maravillado por la escena que tenía ante mí. Giré mi cuerpo para encontrarme con el pintor llamándome desde la distancia. Saludé de nuevo al otro cliente y bajé el par de escalones para adentrarme más en la tienda. A su vez, podía oír los pasos de alguien nuevo entrando a la sala de espera.

    Definitivamente, he hecho bien en salir pronto de casa.

    Un pequeño hueco en la pared servía de habitación donde el pintor ejercía su oficio. Al lado de este había un poyete y una mesa, decorada con una solitaria flor que empezaba a marchitarse.

    Para contrarrestar la escasa luz, la estancia estaba repleta de velas y una tímida bombilla que a veces funcionaba y a veces no. El pintor me hizo un gesto con la mano indicándome que me sentara y así hice. Frente a mí estaba un lienzo en blanco, completamente vacío de color. Era extraño encontrar algo así en un lugar como ese, como ver algo que no debería ser visto.

    El viejo pintor se llevó la mano a su larga barba y la acarició con cuidado, observando minuciosamente la textura del lienzo. Esbozó una sonrisa y posó su mano sobre mi hombro.

-Bueno, ¿empezamos?

-Supongo.

-¿Tienes alguna idea en especial?

-Creo que lo que el resto.

    El viejo asintió. Tomó una brocha gruesa y acarició con ella una montaña de caótico color que yacía en la paleta. La acercó al lienzo y se quedó allí, estudiándolo una vez más.

    Un tiempo pasó y el hombre no se movía, ni siquiera llegué a fijarme si respiraba. Empecé a sentirme algo nervioso por los otros clientes así que osé preguntar.

-¿Ocurre algo?

    El anciano se libró por un momento de su lapsus. -Oh, nada, nada. Mi estilo es muy preciso, ¿sabes?

-Por supuesto.

-No me gusta malgastar lienzos, no me quedan muchos ya. Mis cuadros son perfectos, por lo que una sola mala pincelada me obligaría a tirar el lienzo entero.

-Su dedicación es admirable.

-Es lo que me hace quien soy. -acompañó el elogio con una risa.

-Siento preguntar pero... -mi voz tembló. -¿Incluso el fondo del cuadro tiene que ser absolutamente perfecto?

-Por supuesto. Esto lleva tiempo. Intenta no moverte mucho, todavía no te odio lo suficiente.

-Comprendo.

    Allí estuve un buen tiempo admirando la pequeña habitación donde me encontraba, intentando evitar cualquier movimiento que pudiera arruinar la obra. Observaba las paredes y ellas me observaban de vuelta. Por un momento la angustia comenzó a invadir mi corazón, por lo que centré mi atención en la flor de la mesa para calmarme. Había una elegancia incomparable en ella, incluso en su declive. Giré la mirada para encontrarme con los ojos del pintor estudiándome en profundidad.

-¿Sabes? -dijo en su cansada voz. -Empiezo a odiarte. Creo que es buen momento para comenzar el cuadro.

    Mis labios pronunciaron un suspiro de alivio.

    Con un lento movimiento arrastró la brocha por el lienzo, dejando una mancha marrón en el centro. Se tomó su tiempo para llevar la brocha de nuevo a la montaña de color, indeciso entre qué tonalidad indiferente de marrón elegir. Tras estudiarme unos segundos, dirigió de nuevo la brocha al lienzo. Esta vez el movimiento fue más rápido, el trazo de odio más definido.

    Así siguió hasta que llenó todo el cuadro de una marea de marrón, con volúmenes y profundidades extrañas. Me pregunté cuánto tiempo había tomado para hacer únicamente el fondo. Como manifestado ante mi duda, me percaté del gran reloj de la pared tras el lienzo. Por mucha curiosidad que sintiera, al final decidí que era mejor no saber la hora.

    El trazo del pintor empezaba a ser difuminado en el tiempo. En aquel mar uniforme de color tan nauseabundo, juraría haberlo visto varias veces realizar los mismos movimientos, o al menos muy parecidos. Su exquisitez detallista llegaba a niveles enfermizos.

-¿Tanto me odias?

-Muchísimo. Más de lo que puedo soportar. -respondió inmerso en su obra. -Es casi un milagro. Eres verdaderamente alguien especial.

-Supongo.

-El odio que siento por ti no es una suposición. Contempla la exactitud de mis pinceladas. Es magnífico... hasta yo me sorprendo. Atento, porque va a ser buena cosa este cuadro.

    No pude evitar sonreír poseído por el entusiasmo del artista.

    Tampoco será para tanto. Seguro que se lo dice a todos.

    Pasó mucho tiempo. Mis piernas se adormecían, progresivamente vencidas por el cansancio que tanto tiempo habían intentado evitar. Para distraerme escuchaba las conversaciones de fondo de los clientes. No llegaba a entender mucho; hablaban otro idioma. Con postura encorvada observé la obra del viejo pintor, que seguía sin tener ningún sentido para mí más allá de una marea de distintos marrones. Cada vez usaba pinceles más finos, y cada vez su trazo era más delicado. Posaba sus verrugosas manos sobre mi rostro, moviéndolo de un lado a otro para poder plasmarlo en el cuadro.

    Cogió el último pincel y tomó el marrón más claro de su paleta. Mis ojos no podían creer lo que vieron: tras un par de trazos toda la obra tomó sentido. Podía ver entonces los ojos, esos ojos que eran míos y a la vez no lo eran. Podía ver esa maldita boca y nariz, que eran míos pero a la vez no. También distinguía el pelo que bajaba por detrás de las protuberantes orejas, contrastadas en marrón con el fondo marrón.

    Efectivamente, podía verlo todo.

    Es un milagro.

    Gotas de sudor bajaban por la frente del pintor aterrizando en sus cejas. Este las alzó esperando una aprobación por mi parte. Yo, por supuesto, no hice sino alabar su trabajo.

-Bueno, bueno. ¿Pero qué es de un pintor sin su musa? La obra no está completa todavía.

    Asentí con ilusión.

    Señaló con un tembloroso dedo a una puerta a mi derecha, iluminada su figura entre varias velas en el suelo. -Toma el cuadro del dolor y adéntrate en el pasillo. ¿Sabes lo que tienes que hacer?

-Sí.

-Adelante, pues.

    Cogí el cuadro con el más sumo cuidado, asegurándome de no posar mis dedos en el óleo. El viejo abrió la puerta y me adentré en la oscuridad. Con un chirrido la puerta se cerró detrás de mí y mis ojos no tardaron en acostumbrarse a la falta de luz. Frente a mi sombra se extendía por varios metros un pasillo con varias puertas a los lados. Al final, un espejo sobre un grifo. Una de las puertas estaba entreabierta, mas no le di importancia.

    Allí me quedé, al principio del sórdido pasillo, observando con nerviosismo la obra. Me puse de cuclillas, acercando el lienzo hacia mí. El rostro plasmado en él parecía difuminarse y perderse en las sombras, pero todavía conseguía vislumbrarlo.

    Supongo que es importante no perderlo de vista.

    Si no, no podré hacer esto bien.

    Alcé el puño y atravesé el lienzo con todas mis fuerzas. Mi brazo entero se ahogó en la marea marrón, que ahora salpicaba mi ropa. Estampé el lienzo contra la pared una y otra vez hasta que la propia madera que lo sostenía se partió. El cuadro, aterrado, rechinó. Lo tiré al suelo y me abalancé sobre él, clavando mis uñas en los trazos del odio. Rasgué el mar y el roto rostro que yacía sobre él. La saliva que huía de mi boca aterrizaba en los óleos, fusionándose con estos solo para ser atravesados por estacas rotas de madera. Lo pisé y arrastré por el suelo a la vez que el pasillo se teñía de rojo. El silencio era roto por los chasquidos de la madera y el rasgar de la tela hasta que quedó un montón irreconocible de escombros. Entonces, solo mis jadeos quedaron presentes.

    Cogí un trozo de madera del que colgaba el resto del desastre y lo arrastré por todo el pasillo, colocándolo con torpeza en el grifo.

    Mi mente me recordaba que, tras el hueco de aquella puerta entreabierta, un reloj de pared observaba. Maldije mi suerte; no podía entenderlo.

    ¿Por qué me presta atención si yo siempre lo he ignorado?

    Puse mi atención en el espejo, procurando no perderme en la luz roja. Tomé uno de los pinceles que yacían sobre el grifo y lo acaricié con mis dedos para comprobar la calidad. El frío filo metálico estremecía mis dedos. Una vez más, era sorprendido por la exquisitez que se encontraba en aquel lugar.

    Mis brazos temblaban de ilusión. Cogí una buena bocanada de aire para controlar mi pulso; solo tenía una oportunidad. No podía fallar.

    Con mis pupilas fijas en el reflejo, realicé la primera pincelada bajo mi ojo izquierdo, en la mejilla. Varios hilos carmesíes descendieron por mi cuello, estremeciéndome con su frescura. Apreté mi puño hasta que noté como las venas se retorcían bajo mi piel. Me llevé la mano en desesperación a la nuca y volví a apretar, aguantando el punzante dolor.

    Me fijé en el desastre de tela y, tras tener clara la referencia, pinté un segundo trazo, esta vez en el otro lado del rostro. La simetría era importante.

    Estudiaba el montón de escombros y plasmaba aquella maravillosa visión en mí. Basándome en un trozo de madera sobre el irreconocible lienzo procuré levantar una porción de mi carne de igual forma, colocándola en la misma posición, el mismo ángulo, la misma profundidad. Dejé escapar un lamento que con prisa silencié, tapando mi boca con la mano empapada.

    La sangre que bajaba por mis brazos temblaba junto a ellos. No podía evitar soltar algún que otro gimoteo, mas la determinación eclipsaba cualquier otro sentimiento. Es el precio a pagar por el arte.

    Trazo a trazo la obra tomaba forma. Uno de mis ojos se balanceaba bajo mi rostro, estudiando la referencia. Con el otro podía observar el milagro que acontecía en el reflejo.

    Mi cuello perdía fuerzas, pero me mantuve firme.

    ¿Caían lágrimas o gotas de sangre? Posiblemente ambas, fusionadas en la mezcla de color perfecta. Seguro que las lágrimas aportaron brillo a los ríos carmesíes, que tanto les falta. Estos desembocaban en el grifo tras empapar el lienzo con su esencia.

    ¿Acaso mis ojos pueden todavía ver o me lo estoy imaginando todo?

    No podía evitar preguntármelo. Sin embargo, ¿no es mejor una obra que sale del corazón? Decidí que no era tan importante basarme todavía en referencias y dejé que mi pasión se apoderara de mí. Mis dedos propinaron diestros trazos en el cartílago imbuido en rojo, moldeándolo según el destrozo indicara, aunque dirigidos esta vez por mi voluntad. Aquello era una magnífica orquesta: la partitura estaba ante mí mas yo era quien dictaba cómo leerla.

    La estridente sinfonía adentraba en mis oídos. Podía sentir el frío del filo en su interior. De repente, un pitido me obligó a parar por unos segundos. Proseguí, curioso de cuánto más podía explorar esas cavernas.

    Con la otra mano tomé la brocha más grande de todas y la introduje en lo que quedaba de mi boca. No podía ya moverla, por lo que me ayudé de un trozo de hueso para mantenerla abierta. La inspiración me estrangulaba con sus frías manos y ahora era su esclavo. Con un elegante movimiento vertical abrí otra caverna, una que se extendiera hasta lo más profundo de mi ser.

    Qué belleza.

    Qué poesía sobre mí, dentro de mí.

    Oía a duras penas el chapoteo de los trozos caer sobre el charco carmesí que empezaba a formarse. Como mi visión era eclipsada por la nada, aquel era mi indicador de que seguía por el buen camino. A veces un genio debe controlar su genialidad. El arte no está solo para el disfrute del autor, sino para el disfrute de todos. El arte es un mensaje. Yo, meramente el medio por el que este se transmite.

    Introduje mis dedos en las cavernas y un ahogado alarido escapó de mi garganta, moldeado por el hervir de sangre y vómito. Si pudiera llorar, lo habría hecho.

    Podía sentir mi corazón alarmado, desparramando cada vez más sangre sobre el espejo. Mis piernas no aguantaron más. Un golpe metálico interrumpió la sinfonía cuando mi cabeza golpeó el grifo en la caída, esparciendo por las paredes restos de lo que una vez era.

    No podía ver, ni oír, ni saborear. Además, el dolor era demasiado fuerte como para notar nada más. Sentía que estaba ante el mayor milagro que la vida me había otorgado. Allí, sobre el charco de mi interior, me regocijaba de mis circunstancias.

    Alcé mi chirriante cuerpo y acaricié el destrozo del grifo. Después pasé esos mismos dedos por mi obra. Era igual, idéntico. Apenas se sentía real. Había sido capaz de plasmar en mí hasta el más mínimo detalle.

    Lo he conseguido.

    Comencé a caminar por la superficie del terciopelo, dejándome guiar por sus delicadas estrías. Los tonos violetas y amarillos dieron lugar a un profundo negro. Aunque no podía ver dónde mis pies pisaban, dónde terminaba el pétalo y dónde comenzaba el abismo, avanzaba con seguridad. Descendí así al interior de la flor hasta que la oscuridad me abrazó por completo. Era imposible descender más. Allí no llegaba la luz, no se sentía ya la caricia del terciopelo. No había calor o frío, ni dolor o descanso. Solo oscuridad ahogada en un sempiterno silencio.

    Y aún así.

    Encontré un lugar aún más profundo.

    El chillido de la puerta llamó la atención del pintor. Allí contempló la obra tras humedecidos ojos, cautivado por mi exposición.

    Me ordenó que me quedara quieto y así hice. Pude oír cómo arrancaba algo de la pared. Se acercó con nerviosos pasos y susurró por uno de los agujeros.

-Se te ha olvidado el último detalle, pero no te preocupes. Yo lo soluciono.

    Atravesó violentamente mi cabeza con la manecilla. Mis brazos se balancearon por la inercia del impacto, como péndulos de un reloj, hasta que se detuvieron inertes. La manecilla permanecía firme, sobresaliendo tanto por delante como por la nuca, marcando un centro matemáticamente perfecto.

    Al fin, la flor está completa.

-Oh, y toma esto. -colocó un agerato en mi sombrero, tejiendo parte del tallo a este para que no se cayera. -Ya está todo. ¿Qué te parece?

    No respondí. No podía responder.

    Dejó escapar una tímida carcajada y me indicó el camino que debía seguir para salir de allí. Como agradecimiento no podía hacer otra cosa sino obedecerlo, por lo que subí los escalones, saludé al resto de clientes con mi sombrero y salí por la puerta.


Comentarios

Entradas populares